viernes

Crónica de mi tierra (I)

Carretera los últimos veinte minutos, a lo lejos veo Tenango aplastado por una serie de nubarrones que amenaza con inundar a más de un vecino. Las pirámides imponentes, esperando, aguardando su secreto para alguien capaz de descifrarlo. No lo veo, pero puedo imaginarme a las personas en el mercado, los que compran apurándose antes del aguacero; los que venden apurando a los que compran a llevarse algo por lo menos para persignarse. El día no importa, pero en el callejón de la iglesia siempre es fiesta (por lo menos para los perros). Hoy parece que todo será más rápido, la lluvia amenza y ante ella los cohetones apenas alcanzan para desviarla un poco hacia Santiaguito o Atla, el chiste es que nos caiga tan fuerte. Dice mi abuela que hace muchos años, cuando ella aún era una niña, calló en Santa Cruz una tromba tan fuerte que arrasó con el pueblo entero y que la gente pudo ver un río formado de agua, animales y árboles arrancados de tajo. Aquella tragedia no se olvidó y cuentan que fue el propio santo patrón, Padre Jesús, quien tuvo que salir a calmar la tempestad. Nadie supo si esto fue cierto, pero todos sabemos que ahora es Pueblo Nuevo, y si lo es, debe ser por algo.

El viento sopla como siempre, si alguien dice que Tenango es el lugar donde el viento da vuelta, puede no estar equivocado. Yo recuerdo que para la época de aire salíamos a volar papalotes hechos de bolsas de mercado, el hilo se enredaba en los cables de luz o se iban para los árboles, era muy raro regresar con ellos. Una vez mi mamá me compró un cometa muy bonito con una calavera pirata como adorno; era yo un niño muy afortunado al sentirme el barba roja de los cielos, hasta que una vez la desgracia se hizo presente y la clavera me miro con su único ojo para decirme adiós; nadie supo como, pero el hilo se rompió y nunca más supimos de eso. Muchos años después compré uno igual, pero nunca como aquél. Réquiem por el caballero pirata. Dijo mi bisabuelo que aquí uno podía hacer papalotes tan grandes como la Luna y volar hasta donde la imaginación lo permitiera. Yo siempre le creí y en ello baso mi vida.

Tenango es mi pueblo y si lo hago mío es porque yo no pude nacer ahí. La gente es amable aunque fría. A Ella eso nunca le ha gustado, pero yo le digo que es culpa del clima. No es raro encontrarte una mañana lleno de escarcha en las pesatñas producto de tu propia respiración. No es raro ver el pasto morir a manos de los cristales de hielo; aquí las casas deben porteger las plantas amadas si no quieren encontrar cadáveres calcinados por el poder del frío. Yo tenía una, se llamaba Belén, o por lo menos la señora que nos la vendió dijo que ese era su nombre. Yo la adopté como a un tesoro, hasta alguna vez le llegué a platicar alguna cosa y éramos muy buenos amigos, hasta que un día todo terminó cuando por un descuido de Dios (y mío que no hizo caso de mi abuela) yo enfermé y en una noche de diciembre ella, Belén, se quedó afuera. Aún recuerdo la noche más terrible de mi vida cuando podía verla a merced del frio. A la mañana siguiente sus hojas negras me decían que había ocurrido lo peor, mi mamá trató de componerla, pero no hubo remedio, ella murió y yo jamás pude olvidarla; no puedo perdonarme haber estado yo adentro caliente y ella afuera muriendo de frío. Nunca más volví a cuidar una planta, mi amor se fue con Belén.

Hay dos cerros, el Monte Grande, venerado desde hace siglos, Xuixtépetl para los abuelos. Bosque, venados, gatos monteces, ardillas, zorrilos, liebres, coyotes y los hornos de carbón de mi abuelito, nada de esto existe más, pero todos lo recordamos. Además de los encantamientos, como el del gran río que nadie, excepto algunos afortunados han visto. El Monte Grande esconde tesoros invaluables, silos revolucionarios, fortunas porfiristas, pueblos sepultados, luces danzantes; es un gigante que a veces desaprece con la neblina; infinito con menos de dos mil metros de altura. Enorme faro que guia a mi gente. El otro, el otro esconde sabiduría; el lugar de las murallas divinas, el lugar donde los dioses eligieron hacer su hogar, el Cerro o Tetépetl, el pedregal. Teotenango gobierna el valle, y la muralla protege el gran secreto que los abuelos decidieron resguardar de los intrusos. El Cerro, en donde cuentan hay entradas a fantásticas cuevas, tesoros innimaginables; la campana de oro, la guarida del genral, y los templos que nos recuerdan cuan gloriosos fueron nuestros días y que hemos de volver a ellos. Hay en ese cerro una meseta enorme; meseta impentrable, reino de los arrieros.

Abajo está el pueblo y yo lejos en la carretera. Tenango es aún un sueño. Tenango es el sueño de siglos de gente, de años de dolor y de sangre. Aún es mi sueño. Mi tesoro. Mi hogar... y el tren...