miércoles

Curado de Apio

En la foto se observa al papá y a los tíos de Inna a la salida de una pulcata (según su versión)

“Venden miel de unas plantas que llaman en las otras islas maguey, que es muy mejor que arrope, y de esas plantas hacen azúcar y vino, que así mismo venden”. De esta manera informa Hernán Cortés en la prolija, maravillosa y maravillada descripción del mercado central de Temixtitan, como llama él a Tenochtitlán, de la existencia del aguamiel y del pulque. Así se lo cuenta al emperador Carlos V en su Segunda carta de relación, fechada en Segura de la Frontera, el 30 de octubre de 1520.

Por lo visto, al conquistador le gustó más el aguamiel que el “vino de maguey”, y le ahorra cualquier adjetivo elogioso, con los que la crónica no es en absoluto avara. Se entiende. El pulque corresponde a otra cosmogonía, a otra estética. Esta vez gustativa, y que no tiene referente alguno con nada parecido en el que ellos consideraban el Viejo Continente. Lo ha de haber desconcertado. No, pos sí.

Ya he dicho aquí que la auténtica reserva cultural de la mexicanidad, una vez extirpadas las religiones, arrinconadas las lenguas, prescritos los modos vestimentarios, y reducidos a su mínima expresión los nombres originales de la gente, se encuentra atrincherada en la gastronomía. Resiste, y resiste bien. También en la toponimia, reconozcamos. Con dificultades, y en combate no siempre exitoso, con el santoral, religioso y patriótico, pero ahí está.

Y también sostuve que no estoy del todo seguro que la tortilla y el taco, tal como ahora los conocemos, y que constituyen, hoy, elementos emblemáticos y de base de la cocina definitoria de nuestra nación, provengan de la América libre. Sus nombres, hispanizantes, parecen revelar que fueron introducidos por los conquistadores. Y que fueron sincretizados, sin duda. Se parecen demasiado al “pan árabe” y al uso que se le da. No olvidemos que muchos de los invasores procedían de Andalucía y Extremadura, y que acarreaban, después de 800 años de dominación, una acendrada cultura morisca.

El aporte autóctono consistiría, en ese caso, en la substitución del trigo por el maíz, el nixtamal por la harina. Aunque, para contradecirme yo mismo, déjeme decirle que, en la misma carta, Cortés afirma: “Venden mucho maíz en grano y en pan, lo cual hace mucha ventaja, así en el grano como en el sabor, a todo lo de las otras islas y tierra firme”.

O séase, que sí existía el “pan de maíz”. ¿Qué sería? ¿Cómo sería? Yo, más que por las crepas bretonas que vienen a ser las tortillas, me inclino por los huaraches, las gorditas, las tlayudas o los tamales. Aunque los tamales, ay, se parecen mucho a la polenta italiana o a la mamaliga rumana. Vaya usted a saber.

Por otro lado está el chile. Sin albur. Los chiles. Ya platicamos de ellos. Son mexicanos sin duda alguna. Pero también son otras cosas. Con este rollo de la doble, o triple, nacionalidad, las cosas se complican. Los pasaportes se han vuelto una especie de tarjetas de crédito. Tiene uno varios y los va campechaneando. Y si no, platíqueme de los jugadores “naturalizados” en la Selección Mexicana de Futbol. Traen un merequetengue que no se aclaran.

Y el chile tiene como veinte nacionalidades. A las originales, americanas, se le han añadido las árabes y las orientales, que han generado variedades riquísimas, picosísimas, y que lo consideran como propio. Pero nos vale. México es, por su estirpe, por su vigencia, por su lugar en la constelación alimentaria, la patria del chile. El chile es mexicano. Que no nos vengan con mamadas. O sí.

A pesar, y en favor de todo ello, el que queda instalado en el pódium, como el emblema indiscutible del mexicanismo gastronómico, es el pulque. La pulcata. La que no le gustó a Cortés. Ese sí, sin duda alguna, habla de otros tiempos, de otra concepción de la vida y del goce. El que hace hilo, la araña en el piso. Nada que ver, ninguna relación con cualquier otra bebida del mundo entero. Ni entonces ni ahora.

Es él, el caldo de oso, el que nos habla aún hoy, para quien quiera escucharlo, de esa cultura, de esa civilización perdida. Por ello mismo es difícil abordarlo. No es fácil que le guste a uno. En el colmo del genocidio, el pulque ha llegado a ser una bebida exótica, muy exótica, incluso en México. Preferimos una lager o una pilsen. Hasta aquí han llegado las cosas. Para que se dé usted, reflexivo lector, un quemón.

El número de pulquerías en ciudades y pueblos de nuestro país ha disminuido de forma dramática. Es raro, muy raro, pasar enfrente de una. Ya no digamos entrar. En mi infancia era frecuente. Pasar, no entrar. Recuerdo, con desconcierto, las advertencias. “Prohibido el acceso a mujeres, perros y uniformados”. En ese orden. Y, por supuesto, el “Departamento de mujeres”, con ventanilla y sin mesas.

Los legendarios Llanos de Apan ya no están. En fin, los llanos siguen ahí, pero los magueyales ya no. Y el gran patrón, don Ignacio Torres Adalid, se ha de haber gastado toda su fortuna en comprar el nombre de una distinguida calle en la Colonia del Valle, y ya no le quedó para los tlachiqueros.
Tal vez el problema reside en que el pulque ha sido considerado, desde los inicios de la colonia, como la bebida de los “nacos”, de los indios y desposeídos. Y no es de “bon ton” consumirla en otros ambientes. ¿Por qué existen pulquerías y no “whiskeyrías” o “vinerías”? Existen, sí, las “vinaterías”, pero ahí no se bebe vino. La cuestión es más social que gastronómica.

Y, además, el pulque no es una bebida pensada para acompañar la comida. El curado de apio se basta solo. Le falta un grado para ser carne. A diferencia del vino, y un poco en la línea de la cerveza. “El aire habla de placeres que deberían venir”.

Cualquier intento de recuperar nuestras raíces, si es que ello tiene algún sentido, pasa por el pulque. No es sólo un líquido exquisito y tradicional. Es una bebida sagrada.

Texto de Marcelino Perelló

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