La guerra de los dioses
Realmente. La cosa realmente no tiene nombre. ¿Qué extraña y perversa maldición cayó desde el inicio de los tiempos sobre esa tierra yerma llamada Santa? Se trata de uno de los parajes más pobres y desolados del mundo. No hay yacimientos ni de petróleo ni de minerales. Apenas hay agua. Los escasos y escuálidos ríos son prácticamente de estiaje. Y cultivar ahí una brizna de olivo representa toda una proeza.
Lo que sí hay son hombres. Muchos. Que se aferran con una tenacidad feroz a esa tierra triste y sombría. ¿Cómo explicarlo? Así ha sido desde siempre y así será para siempre, por los siglos de los siglos. Hay hombres. Y hambre y sangre. Mucha. Y hay rezos, muchos. Oran a sus dioses, cada uno al suyo. A alguna de las tres deidades que se disputan el territorio: Alá, Jehová y el Dios de los cristianos.
A lo mejor es eso: quienes se empeñan en permanecer ahí y en defender su feudo a sangre y fuego son los dioses. No los hombres. Y los hombres se ven arrastrados por la mítica y la mística que sus respectivos dioses les imponen. Y no hay nada qué hacer. Donde manda capitán, no gobierna marinero. Donde reina el altísimo, no rige el feligrés.
Es la guerra de los dioses. En la antigua Judea, en la antigua Palestina, en la antigua Israel, en la antigua Fenicia, en la antigua Canaán, las guerras se han sucedido durante milenios, de manera interminable. Tan pegadas que podríamos hablar de una sola guerra. La guerra eterna.
Dicen que no es ahí exactamente el lugar elegido para dar origen al hombre. Aseguran los antropólogos que es muy cerquita, en el cuerno de África, en el actual resort de los piratas. Pero hay que atravesar el Mar Rojo. Lo que sí es seguro es que es ahí donde nace la civilización. Valiente civilización. Quién sabe quién fue el primero que decidió cruzar el canal de Suez, que aún no existía, y estacionarse por allá. ¿Qué le gustó, qué le convino, qué lo inmovilizó? Pero pinche idea, me cae.
A lo mejor, también, tiene que ver el que es el punto de confluencia de los tres continentes. Los únicos tres que existían hasta anteayer. Pero así que diga uno qué tanta geografía sabían aquellos hombres y qué tan precisos mapas habían elaborado, pos no. Pero la geografía y la historia tienen su propia dinámica y sus propios misterios.
He ahí un término clave: misterio. En el Oriente Medio habita un misterio. Un misterio clave. La cantidad de masacres terroríficas, inverosímiles, que han ido teniendo lugar en ese paisaje agobiante, en nombre del misterio, es estremecedora. El antiguo testamento describe muchas, pero muchas más se le barrieron, por antiguas, y otras muchas ocurrieron después.
El número de pueblos que han pasado por esas colinas, en el fondo del fondo del Mediterráneo, también es innumerable. Ni crea que voy a intentar una lista, ni que fuera parcial. Es inabordable. Y todos llegaban a partirles la madre a los que ya estaban ahí. ¿Por qué? ¿Qué disputaban? Ni ellos mismos lo sabían. El misterio.
De los últimos en llegar fueron los árabes, en el siglo VII de nuestra era. Después irrumpieron Alejandro Magno, Eduardo VII de Inglaterra y George W. Bush. Entre otros. Los musulmanes, que todavía no sabían que eran musulmanes, se asentaron. Matando a quien se les ponía enfrente. Y dejándose matar, también digámoslo, por el que, al ponérseles enfrente, resultaba más fuerte que ellos. A fin de cuentas, sin embargo, establecieron su hegemonía. Los árabes no sólo conquistaron, colonizaron.
Había ahí, sin embargo, un problema que ellos desconocían y que no había manera que conocieran. Los judíos. Ellos habían sido expulsados de su tierra, mil años antes, por Nabucodonosor II, el babilonio. Fue la primera diáspora. Muchos mosaicos se propusieron y lograron quedarse, sin embargo, la segunda se produjo en el año 70 de nuestra era, ante la represión atroz que desencadenó el general y futuro emperador romano Tito. La tercera tuvo lugar 60 años más tarde, cuando fue ahogada en sangre la rebelión de Bar Kojba, de los hebreos rejegos que permanecían ahí.
La cosa es que los judíos no se disolvieron en las naciones a las que fueron llegando, como hacen todos los migrantes decentes. Ellos no. No se desnaturalizaron y permanecieron judíos. Milenios enteros. Con sus costumbres, su religión, incluso sus hábitos culinarios y vestimentarios. Eso no estaba previsto. No hay precedente histórico de algo así. A no ser el de los gitanos, pero ya es otra historia. Y otro misterio.
Lo peor de todo, sin embargo, es que los judíos querían regresar a esa pinche tierra estéril, buena para nada. A la que ellos consideraban, dos mil años después, su tierra. Así se los ordenaba, por lo visto, Jehová.
Y regresaron. De qué manera regresaron. Gracias a Hitler. Gracias a la bestialidad del holocausto, las naciones del mundo se proponen encontrar una solución final (término nazi) a la cuestión judía. En 1947, la flamante ONU decide la creación del Estado de Israel en la antigua Judea, dividiendo la antigua colonia británica, Jordania, en dos partes: una árabe, la actual Jordania, y otra judía, el actual Israel.
Ello provoca un desaguisado. No podía ser de otra manera. La creación de todo Estado es sangrienta. En la gestación de todo ser humano existe una cogida. Y en la de todo país, también. En la génesis de cualquier país hay los cuatro líquidos esenciales: sangre, sudor, lágrimas y semen.
Del flamante Estado israelí no se corre a nadie ni se expropia nada. De hecho, actualmente, cerca de 20% de la población de Israel es árabe. Pero les cambian la jugada. Y Alá les prohíbe que se instalen ahí los herejes. Muchos, por ello, se van, por propia decisión. Otros se quedan, y hoy, contrariamente a los que nos sirven las versiones maniqueas, sostienen una convivencia armónica con los judíos. Unos van a comprar a la recaudería del otro y el otro toma café apaciblemente en el bar del uno.
Pero el conflicto está armado. Si los dejaran solos, seguro se entendían. A pesar de los dioses. Pero no. Ahí están los game masters, el poder mundial, los señores del capital, que atizan el fuego y amarran navajas. Quién sabe por qué y para qué. No es como Irak, manantial de oro negro. Allí no. No van a sacar nada, más que sangre y dominio. Criterios estratégicos que a nosotros se nos escapan, a pesar de Alfredo Jalife.
La cuestión, una de las facetas de la cuestión, es que los árabes actuales se erigen como racistas, como nazis elevados al cubo. No solamente hay que echar a los judíos al mar, sino que hay que exterminarlos de la faz de la Tierra. Goebbels, desde el purgatorio, los envidia. La Carta de la organización Hamas pone los pelos de punta. Afirma que los judíos son los culpables de todos los males sobre la Tierra. De guerras, hambrunas, enfermedades y crisis. De todas. Hay que aniquilarlos. Como al bacilo del cólera. Como al demonio, que no existe en el Corán.
Le acabo de decir que hay muchos árabes que viven en Israel. Es impensable, del todo, que un judío viva en un país árabe. La sola idea mueve a risa. Aunque el judío en cuestión sea pro árabe. Que los hay y muchos. En Israel hay a cada rato manifestaciones pro Palestina. Pensar en el recíproco provoca ya no risa, sino hilaridad incontenible. Cuando no lágrimas.
Soy ferviente partidario de la libertad y la independencia del pueblo palestino. Que ni qué. Pero no voy a dejar de creer que los judíos tienen el mismo derecho a defender la tierra que consideran suya. Y que como tal han trabajado. La tierra es de quien la trabaja, dijo un ranchero cercano a mi corazón. Y la arena también. Y un territorio rodeado de enemigos enrabiados no es, créame, una situación fácil.
Pa’ acabarla de amolar, por ahí están también los cristianos, los entrañables maronitas del Líbano y los coptos de Egipto, nomás mirando. A ver a qué hora les toca. Les vuelve a tocar. En fin. Ese nudo, a pesar de lo que dice la topología, no tiene solución. No es que no haya a quién irle. Es que le va uno a todos. Si es la guerra de los dioses, que la resuelvan los dioses. Pero, por lo visto, no quieren. Les gusta, a los tres, la sangre.
Marcelno Perelló. El Excelsior